sábado, 18 de octubre de 2008

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Ay, Nacho de mis amores, cuándo, como ahora, has sido tan adecuado?


Desde que te fuiste tengo que decir
que, la verdad, no estoy nada mal sin ti.
También es cierto que podríamos estar mejor
pero, ya ves, las buenas cosas mueren bajo el sol...
Sí, siempre bajo el sol.

Dondequiera que ahora te estés pudriendo
sólo quiero que sepas que ya no te tengo miedo,
que ahora estoy cansado
y sólo tengo miedo de mi propia vida,
y que sé que lo tendré toda la puta vida
decida lo que decida.

Gracias,
así es y así será,
toda mi vida,
decida lo que decida.

miércoles, 15 de octubre de 2008

Nada sino la Luz

Pero después de todo, no es algo aterrador. Los días pasan y cambian, la gente se asusta, se maravilla con la primavera, siente mover en su interior hormonas, pensamientos y sensaciones que en las veladas mañanas de invierno solo se permitían recordar. El gris, las nubes y el frío deprimen a la gente, sí. La depresión, en afortunadas ocasiones, lleva al suicidio también.

Entonces, aquellas mañanas soleadas, ebrias de sol que recuerdo de Mérida, esa luz quemante con reflejos de acero, la pertinaz inmovilidad y quietud, aquella que permite mirar las motas de polvo suspendidas en el aire y beberlas en un a bocanada, ¿son la posibilidad de una vida vivible? ¿son la alegría que nunca miré, y que más bien denosté?

No lo sé, pero después de todo, si pensamos un poco más, Yucatán tiene una de las tasas suicidas más altas del País, si no es que la que más. Es un rito muy conciso, es la ofrenda a Ixtab, es mirar y reconocer la muerte como algo ligado a la vida, es sentir que vida no es más que el tributo justo de la muerte, que más que vivir mueres.

Tuve, según me contaron alguna vez, un bisabuelo. Un hombre del campo, hacía carbón y velas. Trabajaba en el ejido; tuvo muchos hijos; la mitad de ellos muertos antes de la pubertad, antes de la infancia. El hombre como tal, como hombre de campo, solía embriagarse de cuando en vez. A veces quisiera imaginar las borracheras de mi bisabuelo, pensar en el vaso al borde de su boca, pensarlo mirar el vacío y encontrar la noche de Yucatán rodeándolo todo. Los grillos gritarían canciones intermitentes, los insectos volarían alrededor de una vela, llevando sus vidas y sus muertes al centro azul que estallaría consumiéndose calladamente, como la noche y como mi bisabuelo que bebe su reflejo.

Tal vez no bebiera solo, tal vez bebiera en la calle, en la plaza del Pueblo, tal vez en casa de un amigo. Y se hace tarde y hay calor. Deberá ir a casa, a la frescura de una hamaca la promesa del sueño y el despertar iluminado. Es hace muchos años y no hay brillos artificiales en las calles. Afuera escuchamos la noche, vemos estrellas, las de siempre, y un camino blanco por donde cruzan algunas luciérnagas. Mi bisabuelo está curtido en caña, se tambalea al interior de los ojos pero los pasos no vacilan, son firmes en la grava, en el sacbeh. Y entonces: el Ceibo.

Mi abuela lo cuenta con mayor dramatismo, pero esa podría ser básicamente la historia.

El resto es más bien intuíble, camina sin mirar a los lados, a apaso apresurado, y alguien le llama por la espalda, es un pisteo. Sigue, y lo llaman de nuevo; no evita mirar. Ve algo parecido a una mujer. No recuerdo la descripción, pero sé que mucho tiempo ocultó tonos sensuales y eróticos para mí, al menos más de los que ahora puedo imaginar.

El hombre muere. Al amanecer está colgado a las ramas de la Ceiba; el viento lo mece suave y lento para que la gente alrededor lo mire bien: está muerto.

Yo no sé porqué la gente se suicida en Yucatán. Yo no sé porqué la gente se suicida en Santiago. Sé que las estaciones no son las mismas ni en una ni en otra. Y que los ojos, en Mérida, se entrecierran al cruzar el umbral a la calle de tanta luz. En cambio por las mañanas santiaguinas prefiero arroparme y entrecerrar también los ojos bajo el nebuloso cielo. Porque los días también pasan en Santiago, en otro sentido seguramente, con otras características a su vez. El mismo día llega. Mientras, abrimos los ojos en la oscuridad absoluta y giramos, adosados nuestros pies a la tierra, a la tierra que gira como una mota de polvo.

***

En todo lugar puedes negar la luz, mirar las estrellas al interior de los párpados; encontrar la invisible blancura, la oportunidad de ese oleaje ¿que acaso sea la escritura Ma. José?. Ese enorme paratexto del mundo que leemos y escribimos y leemos.

martes, 16 de septiembre de 2008

Ni de aquí ni de allá...

Y entonces, a punto de estampar mi firma en la hoja estadística de ingreso a Honduras, lo descubrí: irremediablemente, y después de haberlo intentado tanto tiempo en vano, pertenezco a América del Norte. No lo creía, durante tantos años había renegado de mi color, de mi acento y de mi fascinación por las tortillas y el chile para acercarme más al bien amado y deseado american way of life y todo para que un oscuro, triste funcionario de migración me dijera al fin que, después de las penurias y los esfuerzos enconados, era norteamericano. Algo hubo de prodigio en mi rostro que el funcionario me sacó del embeleso agitando el pasaporte frente a mi cara. Regresé de mi ensoñación y miré el mundo con otros ojos, ahora estas tierras de selva alta eran legítimamente mías, podía reclamarlas y erigirme como auténtico propietario y regente de las zonas bananeras de Centroamérica. Estas selvas altas, tropólifas e intertropicales eran ahora mi reino y como tal, mi primera acción fue cederle el paso al amable francés que me sucedía en la fila y ofrecerme a ayudarle con las maletas. Después de todo la propina no me cayó mal para una empanadita y una chichita de naranja.

sábado, 10 de mayo de 2008

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¡Yo no quiero ser un "bolañito", con un carajo!
Yo conocí a Parra hace años, abrigado en mi vocación eléctrica y cuidando los libros del erario público... si ven que empiezo a ser un bolañito, dénme un tiro; o mejor aún, me lo daré yo mismo: i´ll be the man who shot himself, seré el hombre que dispare sobre el impasible hombre imaginario.

domingo, 4 de mayo de 2008

?

El metro, han dicho, representa de manera bastante certera los problemas que trajo consigo la modernidad. No creo bajo ninguna circunstancia que aquella fuera la principal preocupación de los ingenieros franceses/ingleses a quienes se haya designado la construcción, pero vaya que es cierto.

De cualquier modo ese monstruo, omnipresente y de múltiples extremidades, ejerce cierta fijación sobre mí cada vez que me he acercado al Defe. Es casi divino el influjo que tiene sobre las gentes y sobre sus vidas; pero también es algo lamentable lo que puede llegar a ocasionarles. Sin ir más lejos, la otra vez me sucedieron dos pasajes casi epifánicos de los cuales uno, por su mayor impacto en mí, es el que recuerdo.

Eran algo así como las tres de la tarde por lo que no estaba tan congestionado el paso, sin embargo había una cantidad considerable de gente en el andén.

Había yo reparado alguna otra vez en la total inmersión que uno realiza al utilizar el transporte, sea público o particular, urbano o casi rupestre; es decir que al momento de abordar, las vidas se detienen en lo que se llega al extraño destino de cada cual. Cosa que se ha acentuado, o al menos evidenciado con los aparatos electrónicos. El territorio de movilidad es acotado por dos audífonos, una pantalla de lcd (que no lsd) o un televisor.

No me interesa lo que la gente haga con su tiempo. A veces tampoco me interesa lo que yo hago con el mío. Pero en aquella tarde, al sonar el aviso de cierre de puertas, al partir el vagón, subió un hombre que me distrajo del repaso a las bajas nubes llenas de contaminación. Era, tal como pensé, un paria.

No sé exactamente qué palabra utilizar; cuando uno se acostumbra a moverse en autobuses, combis, peseros, microbuses o metro, se acostumbra también a la presencia de los márgenes sociales; siempre sube alguien a pedir algo, en ocasiones te dan algo a cambio, en otras te quitan algo.

Un hombre recita con memoria de escolapio la dirección exacta del centro de ayuda a gente con adicciones a la cual representa. Una mujer llora el extravío de su hijo, de 5 años y vida tan inútil como las súplicas de su madre. Alguien recita poemas a cambio de dinero que no necesita -¿habré sido yo? ¿Habrá sido un sueño?- y que tampoco recibe.

De entre ellos recuerdo con especial cariño al nicaragüense, con magnetófono y voz rasposa que subió solo para agradecer a sus hermanos mexicanos la ayuda que había recibido, huyendo de su país revuelto y miserable, y pidiendo agradeciéramos lo que teníamos y él en su momento no tuvo. No sé a qué se refería, le ofrecí una moneda que no aceptó. Tal vez yo le intentara dar la moneda esperando algo más, un recuerdo o una revelación no lo sé.

Pero el hombre que subió esta tarde que ahora se confunde con aquella, era un paria, un homeless, un clochard.

He visto muchos. Llevo incluso una lista mental de ellos. Me provocan cierta curiosidad indecible; pero también una pena y un dolor muy grandes. Este era viejo y llevaba un bastón; aunque es difícil adivinar la edad de estas gentes, algo me dijo que no era tan viejo como parecía. No me importó que la gente no lo miraba, ni la prisa de tener que llegar al aeropuerto, ni la agotadora sed del que no suda y que llevaba yo todo el día. No me importó para nada. Le vi andar partiendo de un extremo, entonando una canción que no reconozco ni reconocí en su momento; tenía un aire mesiánico en su caminar y la canción le ayudaba en eso. Era algo clásico, el tipo de ritmo y tono de la música clásica, o lo que uno pudiera pensar como música clásica. Caminaba y cantaba con un ritmo a iglesia, a rito empolvado. Fue extraño, ahora que lo recuerdo. Estábamos en un andén de los superiores, los iluminados, por eso veía el cielo; así que una luz entró e ilumino algo de su camino; camino de por sí difícil. No lo he dicho, pero el hombre era ciego.

Su canción me enterneció, casi me recuerda las canciones que escuchaba yo de niño acodado en el mostrador y pidiendo una paleta de cajeta. Lo escuchaba y tengo que decir que casi se me caen las lágrimas, pero pude eludirlas en un simple brillo. En un mano llevaba el bastón, y la otra la extendía esperando. Caminó, pasó junto a mí, y de nuevo me estremecí al pensar en lo fácil que podría ser olvidar aquel recuerdo. Creo que por eso lo fije con más empeño que otros.

El viejo se bajó en la siguiente estación. Creo que consiguió algunos pesos.

A mí me faltaban estaciones que recorrer, tuve tiempo de comprar un disco de huastecas, muy lindo por cierto, y que solo me costó diez pesitos.

sábado, 13 de octubre de 2007

2

Tengamos la idea. La idea clara del sentido. Ayer estaba en Sta. Lucia y los cadetes de la escuela militar ubicada a una cuadras se encontraban haciendo ejercicios, vigilados por quien supongo era su capitán. Pensé y sentí una añoralgia fatal, los vi pensando que tal vez ellos no se daban cuenta del momento justo en que la pubertad/adolescencia pasaban de ellos, y los dejaba queditos, como cuando escuché el piano sin saber qué era ni cómo funcionaba. Daban vueltas y vueltas por los arcos, jugaban pretendiendo rigor, hacían zancadillas, hacían lagartijas, hacían como si fueran cadetes. También se encontraban entre ellos, como sus iguales, tres o cuatro muchachas, haciéndo lo mismo, aunque de igual manera. Estuvimos un buen rato mirándonos; yo, acodado en los arriates del parque, ellos girándo alrededor mío disfrazados de café, verde y sombreros. Arriba, pero muy arriba, giraba también un par de zopilotes.
Una paloma voló con su pomposo y lerdo aleteo, y yo miraba el parque y sus caminantes, y ni siquiera estaba seguro de porqué estaba ahí; o si era necesaria mi prescencia. De todos modos los miraba. Y vi que era bueno estarse allá.

También iba en el autobús, rápido como se va al cementerio, y también como un domingo a las doce del día, en que de tan pocos pasajeros el viento silba por las ventanas y le revuelve las monedas al chofer.
Aquí estaba el psiquiátrico, me dijo alguien -horrible palabra que suple al casi suave manicomio- y los locos se sujetaban de las rejas, y gritaban, y lloraban, y se quedaban viendo los laureles del zoológico. Sentí que un manicomio justo en frente del zoológico era una visión extraña, pero no sabía qué pensar y no me preocupé por hacerlo. Recordé a Panero: "Sois vosotros los que están en la cárcel, yo no" y también recordé, o pensé en recordar sin hacerlo exactamente:

Un loco tocado de la maldición del cielo
canta humillado en una esquina
sus canciones hablan de ángeles y cosas
que cuestan la vida al ojo humano
la vida se pudre a sus pies como una rosa
y ya cerca de la tumba, pasa junto a él
una Princesa.

Pensé en bajarme. En mirar entre las verjas, arrinconados por los baños de agua fria y catres tan duros como el pan, a los maravillosos locos que nos precedieron, en escuchar su canto sin poder entenderlo, en mirar los rosales que tendrían que haber estado ahí, rodeando sus bancas llenas de orines y rocío. Pero no me sirvió de nada. El maldito autobús nunca se detiene cuando uno lo quiere. Por más que se diga, por más que se cuente, uno no lo detiene, sino hasta que ha de hacerlo. Es una ficción constante, creer que me puedo levantar y decir: Ya no quiero. Se acaba. Me voy. No aguanto. Pero es tan cierto como que yo no estoy en la cárcel. Como que Panero está loco. O como que puedo entender lo que intento explicar. A veces la cabeza me da vueltas y vueltas, como los zopilotes en el cielo cuando no los ven. Y no puedo entender tantas cosas, que sigo buscando que me las expliquen.