domingo, 4 de mayo de 2008

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El metro, han dicho, representa de manera bastante certera los problemas que trajo consigo la modernidad. No creo bajo ninguna circunstancia que aquella fuera la principal preocupación de los ingenieros franceses/ingleses a quienes se haya designado la construcción, pero vaya que es cierto.

De cualquier modo ese monstruo, omnipresente y de múltiples extremidades, ejerce cierta fijación sobre mí cada vez que me he acercado al Defe. Es casi divino el influjo que tiene sobre las gentes y sobre sus vidas; pero también es algo lamentable lo que puede llegar a ocasionarles. Sin ir más lejos, la otra vez me sucedieron dos pasajes casi epifánicos de los cuales uno, por su mayor impacto en mí, es el que recuerdo.

Eran algo así como las tres de la tarde por lo que no estaba tan congestionado el paso, sin embargo había una cantidad considerable de gente en el andén.

Había yo reparado alguna otra vez en la total inmersión que uno realiza al utilizar el transporte, sea público o particular, urbano o casi rupestre; es decir que al momento de abordar, las vidas se detienen en lo que se llega al extraño destino de cada cual. Cosa que se ha acentuado, o al menos evidenciado con los aparatos electrónicos. El territorio de movilidad es acotado por dos audífonos, una pantalla de lcd (que no lsd) o un televisor.

No me interesa lo que la gente haga con su tiempo. A veces tampoco me interesa lo que yo hago con el mío. Pero en aquella tarde, al sonar el aviso de cierre de puertas, al partir el vagón, subió un hombre que me distrajo del repaso a las bajas nubes llenas de contaminación. Era, tal como pensé, un paria.

No sé exactamente qué palabra utilizar; cuando uno se acostumbra a moverse en autobuses, combis, peseros, microbuses o metro, se acostumbra también a la presencia de los márgenes sociales; siempre sube alguien a pedir algo, en ocasiones te dan algo a cambio, en otras te quitan algo.

Un hombre recita con memoria de escolapio la dirección exacta del centro de ayuda a gente con adicciones a la cual representa. Una mujer llora el extravío de su hijo, de 5 años y vida tan inútil como las súplicas de su madre. Alguien recita poemas a cambio de dinero que no necesita -¿habré sido yo? ¿Habrá sido un sueño?- y que tampoco recibe.

De entre ellos recuerdo con especial cariño al nicaragüense, con magnetófono y voz rasposa que subió solo para agradecer a sus hermanos mexicanos la ayuda que había recibido, huyendo de su país revuelto y miserable, y pidiendo agradeciéramos lo que teníamos y él en su momento no tuvo. No sé a qué se refería, le ofrecí una moneda que no aceptó. Tal vez yo le intentara dar la moneda esperando algo más, un recuerdo o una revelación no lo sé.

Pero el hombre que subió esta tarde que ahora se confunde con aquella, era un paria, un homeless, un clochard.

He visto muchos. Llevo incluso una lista mental de ellos. Me provocan cierta curiosidad indecible; pero también una pena y un dolor muy grandes. Este era viejo y llevaba un bastón; aunque es difícil adivinar la edad de estas gentes, algo me dijo que no era tan viejo como parecía. No me importó que la gente no lo miraba, ni la prisa de tener que llegar al aeropuerto, ni la agotadora sed del que no suda y que llevaba yo todo el día. No me importó para nada. Le vi andar partiendo de un extremo, entonando una canción que no reconozco ni reconocí en su momento; tenía un aire mesiánico en su caminar y la canción le ayudaba en eso. Era algo clásico, el tipo de ritmo y tono de la música clásica, o lo que uno pudiera pensar como música clásica. Caminaba y cantaba con un ritmo a iglesia, a rito empolvado. Fue extraño, ahora que lo recuerdo. Estábamos en un andén de los superiores, los iluminados, por eso veía el cielo; así que una luz entró e ilumino algo de su camino; camino de por sí difícil. No lo he dicho, pero el hombre era ciego.

Su canción me enterneció, casi me recuerda las canciones que escuchaba yo de niño acodado en el mostrador y pidiendo una paleta de cajeta. Lo escuchaba y tengo que decir que casi se me caen las lágrimas, pero pude eludirlas en un simple brillo. En un mano llevaba el bastón, y la otra la extendía esperando. Caminó, pasó junto a mí, y de nuevo me estremecí al pensar en lo fácil que podría ser olvidar aquel recuerdo. Creo que por eso lo fije con más empeño que otros.

El viejo se bajó en la siguiente estación. Creo que consiguió algunos pesos.

A mí me faltaban estaciones que recorrer, tuve tiempo de comprar un disco de huastecas, muy lindo por cierto, y que solo me costó diez pesitos.

2 comentarios:

Klawdeath Eléctrica dijo...

vuelve, retoma este blog...elimina los malos recuerdos. :)

Klawdeath Eléctrica dijo...

vuelve, retoma este blog...elimina los malos recuerdos. :)